Honduras: ¿Softgolpe en tiempos de Softpower?

 De no ser por la rotundez de las imágenes de Telesur con los apaleamientos y atropellos militares que desde hace unos días son la realidad cotidiana de las calles de Honduras; de no ser por el inobjetable testimonio en el pavimento de la sangre de jóvenes que empapó los alrededores del aeropuerto de Tegucigalpa cuando el pueblo se aprestaba a recibir al presidente del país democráticamente electo; de no ser por la intransigencia de los organismos internacionales, desde el ALBA y la OEA hasta la Asamblea General de la ONU, que se han negado a reconocer a los golpistas; de no ser por los medios alternativos, y especialmente por las redes de blogs que han roto el cerco de silencio cómplice de las grandes agencias noticiosas, cualquier inocente podría creer que lo que tiene lugar en este país centroamericano es la restitución de esa nación a la senda democrática con métodos de terciopelo y bajo el aplauso unánime de las instituciones y la ciudadanía.

Ese es el guión que han querido poner en práctica los golpistas y sus, por ahora, oscuros valedores. Ese es, a todas luces, el nuevo protocolo para desatar y disfrazar un golpe de estado en tiempos democráticos. Esas son, al parecer, las nuevas instrucciones del manual que se adivina, en esta actualización de aquellas “Técnicas del golpe de estado” escritas por Curzio Malaparte para que no se olvidasen las experiencias del asalto fascista al poder, o de los que sirvieron para fundamentar la represión de los últimos cuarenta años en América Latina, con su enorme secuela de asesinados, desaparecidos, presos y torturados.

Las causas reales de los golpes de estado en la región se han mantenido inalterables a través de su historia. En esencia, ciertos sectores militares se han levantado en asonadas interminables para defender los intereses de las oligarquías, cuando estas lo han considerado necesario, ante el avance real o supuesto de las ideas revolucionarias o de izquierda, ante gobiernos demasiado audaces o radicales, incluso, tímidamente reformistas, en su relación con la soberanía nacional o la  independencia del país, y generalmente opuestos al dominio hegemónico foráneo. Esto es el cordón umbilical que une hoy al golpe de estado hondureño, por ejemplo, con el del 10 de marzo de 1952 de Fulgencio Batista, o el del 11 de septiembre de 1973 de Pinochet, o el de la Junta Militar argentina.

Lo que ha cambiado, a juzgar por lo que sabemos del caso hondureño, y sobre todo, por lo que se deduce del denodado esfuerzo de una parte de la prensa mundial por hacérnoslo creer, no son siquiera los pretextos para la rebelión contra la constitución, sino la imagen que pretenden para si los golpistas, la manera freudiana en que se sueñan, las ilusiones que divulgan para intentar ser aceptados por su pueblo y la comunidad internacional, eludiendo de paso el inexorable juicio de la historia.

¿Qué nos enseña el caso hondureño? ¿Cuáles son los” nuevos rasgos”, las “inusuales peculiaridades” con el que se ha intentado enmascarar de protesta ciudadana y de rebelión de las instituciones lo que no pasa de ser un levantamiento brutal y, dicho sea de paso, burdo y chapucero?

Por lo que se puede apreciar, la nueva receta para lo que Isabel Rauber ha llamado “el neogolpismo”, es relativamente sencilla:

Contra un presidente democráticamente electo se debe crear una crisis de gobernabilidad, en la cual no se han de escatimar acusaciones de violar la constitución y la democracia. Debe procurarse el pronunciamiento de las fuerzas vivas, especialmente del Congreso o Parlamento, que, claro está, se ha de conformar con los representantes de las oligarquías de siempre. Si se tiene a mano un poder judicial o electoral de igual signo, mejor que mejor, échese generosamente a la olla. Añádase la agitación constante de las campañas más desleales y truculentas posibles de los grandes medios de prensa del país y el exterior, búsquese sacar a las calles a los niños bien de las mismas familias oligárquicas y de sus clientes políticos y laborales, y no pierda de vista cortejar a los militares y represores de ayer, emboscados hoy en los niveles intermedios de la nueva administración. Con todos estos ingredientes y los sabios consejos de cómo irlos combinando, que suelen deslizarse suavemente al oído, no como órdenes, sino como sugerencias del chef, o sea, consejos de ciertos diplomáticos y agregados militares acreditados en el país, ya tiene usted todas las cartas ganadoras para ejecutar su propio softgolpe en tiempos de softpower, o lo que es lo mismo, un exquisito platillo con el que cautivar a sus amigos de la asociación de grandes empresarios o del Country club.

En el caso del golpe contra el presidente Manuel Zelaya en Honduras, el diccionario de lo políticamente correcto para designar golpes de estado y golpistas podría haber enriquecido notablemente, gracias a los esfuerzos de observadores políticos neoconservadores, como es el caso de Jaime Daremblum, ex embajador de la administración Bush en Costa Rica y actual director del Centro de Estudios Latinoamericanos del Hudson Institute, de la CNN, de diarios como “El País”, de España y de los blogs de la contrarrevolución ilustrada cubana. En todos ellos pueden hallarse casi idénticos conceptos engañosos, eufemísticos y sibilinos para designar la realidad de Honduras, como harían los disciplinados destinatarios de rigurosos talking points. No se habla de golpe, sino de “remoción del poder” del presidente Zelaya, ni se menciona al pueblo que lo apoya en las calles en multitudinarias manifestaciones, sin dejar de afirmar que se trata de “turbas izquierdistas”, que tampoco pone las victimas cuando disparan los francotiradores de élite del grupo “Cobra”, del ejército, sino que estas son el resultado de “enfrentamientos entre partidarios y oponentes de Zelaya”. Los militares golpistas no lo son, apenas han llevado a cabo “acciones cívicas”, “obligados por actos anticonstitucionales del presidente” y “a pedido “de la Corte Suprema”. En fin, que de creer a estos seráficos señores, Honduras es hoy el mejor de los mundos democráticos posibles, y las denuncias contra un golpe que nunca tuvo lugar, el fruto de un sueño de verano.

La administración de Barack Obama y sus principios de política exterior, amén de sus reiteradas consignas de cambio, podrían ser las verdaderas víctimas de este neo-golpe hondureño, aparte, claro está, del pueblo que pone los muertos y apaleados en las calles, y de las aún frágiles democracias latinoamericanas, que han visto, consternadas, el retorno de los tanques y los encapuchados a las calles. El Presidente y su Secretaria de Estado han dejado claro que no apoyan el golpe y que su administración aboga por el restablecimiento del estado de derecho violentado en Honduras, pero la bravuconería desafiante de los golpistas, asentados sobre un gobierno de facto repudiado unánimemente por todas las naciones del orbe, expulsado de la OEA y con una anémica economía, privada ahora del respiro de las anteriores relaciones preferenciales en el marco de la integración regional que promueve el ALBA, apunta hacia la existencia de veladas promesas, de ciertos guiños cómplices realizados por debajo de la mesa. Y si estos no provienen de Obama, entonces, ¿de quién?

No creo que por mucha vocación suicida o gorilesca que se tenga, un oscuro personaje como el flamante canciller de los golpistas hondureños, podría haber dicho de Obama que “…ese negrito no sabe ni dónde está Tegucigalpa”, de no creer que lo sostienen ciertas fuerzas oscuras y poderosas, quizás agazapadas en las entrañas de la nueva administración norteamericana, como remanentes del bushismo neoconservador . Y de ser cierta esta presunción, ¿hasta qué punto semejante aliento clandestino no es también una puñalada contra la era de cambios en las tormentosas relaciones históricas entre Estados Unidos y América Latina prometidas antes por el propio Obama?

Porque el enfoque del softpower y del smartpower, piedras angulares de la política exterior de la era Obama, plantean precisamente, el rechazo al uso de métodos coercitivos y militares para la solución de los problemas del mundo, el reverso de aquellos delirios de guerras preventivas y ataques contra los “oscuros rincones del planeta” que caracterizó la era Bush. Y un golpe de estado brutal y jurásico, como el de los militares y la oligarquía hondureña, con esos asesinados en las calles, con esos periodistas perseguidos, con esos escuadrones de la muerte resurrectos, con el atropello a diplomáticos acreditados, con la presentación de falsos documentos y firmas falsas para hacer creer que Zelaya había renunciado, con ese secuestro alevoso y cobarde de un presidente mientras duerme, con la felonía de la traición misma, no tiene ni un átomo de suave, ni de inteligente, no encaja de manera alguna en los nuevos tiempos que se nos prometieron.

¿Ha tomado debida nota Obama del mensaje que se le está enviando desde las calles de Honduras?¿ Tiene conciencia de que allí, junto al pueblo que pelea pacíficamente por la democracia y el regreso de su presidente, se está decidiendo no solo la credibilidad de sus promesas y declaraciones, sino también, probablemente, su futuro político? ¿Se suma Honduras al terreno minado que heredó de sus predecesores la nueva administración, repleto de crisis económicas, guerras y diferendos, al atravesar el cual, se espera irla desangrando de cara a las elecciones del 2012?

Puede que este sea un primer mensaje para Obama, remitido con amor por las fuerzas neoconservadoras, ayer derrotadas en las urnas, pero vigentes aún como fuerzas políticas e ideológicas. Ojalá lo tome en serio: en la política norteamericana el cartero siempre llama dos veces.

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Elíades Acosta Matos, es doctor en filosofía, escritor y periodista cubano.

Publicado en Progreso Semanal/Weekly.com

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